Pequeñas noticias o rasgos de la vida del Ilmo. y Rvmo. Mons. D. Eugenio Oláez.
La noble sencillez es de tan buena alcurnia como la grandeza misma.
Dada la dificultad que siempre he sentido para expresar mis pensamientos y recuerdos por escrito, quise empezar estas paupérrimas notas con un pensamiento que bien podría aplicarse con justicia al Ilmo. y Rvmo. Monseñor D. Eugenio Oláez y Anda, quien también gozaba del título, muy merecido, de Protonotario Apostólico A. I. P., porque era grande y sencillo simultáneamente. Conocí a Su Señoría Ilustrísima en el año de 1922 cuando, recién llegado yo al seminario Tridentino de León, él ocupaba el cargo de Vicario General de la Diócesis, y no hacía mucho tiempo que había fundado una Congregación religiosa, de Derecho Diocesano en aquel entonces, que conocíamos con el nombre de Hijas de Jesús.
Muy de tarde en tarde, Su Señoría Ilustrísima hacía visitas al Seminario pues no le dejaban mucho tiempo los trabajos propios del vicariato diocesano, las religiosas, y otros más que atendía con solicitud. En el Seminario pude saber que, llevado Mons. Oláez por su ardiente caridad y su grande amor a las almas, había intentado fundar una sociedad sacerdotal cuyo fin era predicar la Palabra de Dios en los más apartados lugares de la Diócesis; rancherías, haciendas, aldeas; y también en ciudades en donde fuesen solicitados para dar ejercicios espirituales o misiones, o para sustituir a algún sacerdote enfermo o necesitado de descanso. Entre los estudiantes teólogos que voluntariamente se presentaron para tales ministerios, puedo recordar a los PP. Ambrosio Landeros (canónigo), Patricio Arroyo y Marcos García (párrocos ambos), para mencionar sino a los ya fallecidos. Esa obra apostólica no prosperó debido a la inconstancia de los iniciados que por ello habían tenido más fácil acceso al sacerdocio. En donde más lo tratamos los seminaristas de mi época, fue en San Antonio Texas, durante el exilio (1927-1929) que nos causó la sangrienta persecución religiosa desatada en nuestra patria por el Presidente de la República, Gral. Plutarco Elías Calles. Mons. Oláez era la máxima autoridad de la Diócesis de León, por ausencia del Obispo propio que se había refugiado en España.
Dicen algunos sacerdotes antiguos que era demasiado estricto y muy tenaz en sus resoluciones. Mi idea personal es muy distinta, como lo experimentamos un pequeño grupo de seminaristas que cometimos una "colegiada" muy propia de la época y de las circunstancias por las que atravesábamos: Era un día de asueto y salimos a la calle a pasear en grupo como era de costumbre y reglamente. Al pasar frente al Teatro Texas escuchamos con embeleso las notas de "La Paloma", canción conocidísima en nuestra patria, y se nos removió la nostalgia que todos llevábamos escondida en nuestros corazones. – "¿vamos ?... ¡vamos! Pero sin decir absolutamente nada a nadie". Pero, como dice el proloquio vulgar: "Secreto entre tres, no lo es", y ¡nosotros éramos seis! Al día siguiente ya empezó a correr de boca en boca la aventura, y todos estaban a la expectativa de lo que podría acontecer.
Era la razón Rector del Seminario –lo fue durante toda mi carrera- el M. I. Sr. Cgo. Penitenciario Lic. D. Juan C. Gutiérrez, varón de mucho mérito por su ciencia y su virtud que nadie puede poner en duda; pero era sumamente estricto y escrupuloso. Tenía la intención de expulsarnos, según lo había manifestado; mas su propia rectitud le obligaba a consultar para no dejarse llevar por su personal opinión; y así fue como hizo del conocimiento de lo sucedido al Ilmo. Mons. Oláez y de sus propósitos. Se llegó a la conclusión de que se nos formaría un proceso para dar la oportunidad de ser escuchados en Tribuna constituido y así, dar una sentencia conforme a justicia. Estábamos terriblemente consternados, pues esperábamos lo peor: ¡la expulsión! Así fuimos pasando uno a uno al Tribunal colegiado de tres jueces cuyo presidente era, por derecho, el Ilmo. Mons. Oláez, mientras que el actuaba como fiscal de la causa era el Sr. Rector del Seminario.
Sin habernos puesto de acuerdo previamente, todos coincidimos en nuestras declaraciones que eran absolutamente apegadas a la verdad; y Mons. Oláez orientó la sentencia de manera tal, que se tuviera como no interpuesta la demanda ¡y el todo quedó en nada!. Después supimos una de las frases de Monseñor: "Pobres muchachos, están fuera de su patria y lejos de los suyos, sin esperanza próxima de volver; es muy natural que sientan la añoranza y que, dadas las circunstancias, hayan cometido esa falta a la disciplina de reglamento".
Y así, el terriblemente estricto Mons. Don Eugenio Oláez, daba muestra de que tenía un corazón que sabía latir paternalmente. Además –pensamos esto cuando ya empezamos a madurar nuestro criterio- obró con mucha prudencia y justicia: justicia, porque dio a cada quien lo que le correspondía; y prudencia, porque sin menoscabo alguno de la dignidad y autoridad del Sr. Rector del Seminario, que actuaba como juez fiscal, con mucho acierto hizo llegar a la conclusión lógica de que no había delito y, por tanto, nosotros seguiríamos en el Seminario. Quien lo trató con más intimidad fue el entonces seminarista José Medrano; este Padre, que es de recta conciencia, puede dar fiel testimonio. Muchas veces ayudé a Monseñor (en 317 Pereyra Street) en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa en que irradiaba el fervor de su alma sacerdotal, lo mismo que en su preparación y en su acción de gracias.
En donde se ve más palpablemente el amor y ternura de su corazón hacia Nuestro Señor Jesucristo, es en el siguiente episodio: Fuimos invitados (prelados, Sacerdotes, Religiosas y seminaristas) para asistir al Auditorio Municipal en el que se representaría "El drama de la Pasión" (The Passion Play of Our Lord Jesus Christ). Este auditorio municipal de San Antonio, Texas, tiene un cupo de poco más de cuatro mil asientos. Ya estábamos allí antes de la hora de cita, mientras seguían llegando aún muchos autobuses con las religiosas de los colegios y de las cercanías de la ciudad. A la entrada nos dieron un cuadernito bilingüe –alemán-inglés-, que contenía todos los monólogos, diálogos, etc., de los actores (que eran alemanes), y en él se nos advertía que no deberíamos aplaudir en ninguna ocasión, y que deberíamos estar con tanto respeto como si estuviéramos en nuestro propio templo. (Otrora los templos eran lugares sagrados dignos de grandísimo respeto).
Comenzó el drama. Aquellos actores lo estaban desarrollando con tanto realismo y perfección, que todos los asistentes estábamos sobrecogidos y el silencio era absoluto. Cúpome en suerte estar cerca de Mons. Oláez que observaba aquello no sólo con atención, sino con verdadera devoción. Poco después noté que Monseñor se llevaba su mano al bolsillo de su sotana y sacaba un pañuelo blando, disimuladamente se lo llevó a la mejilla y de allí a los ojos: ¡Monseñor estaba desbordando su ternura en lágrimas!
Está por demás decir que este acercamiento amistoso y paternal de Monseñor Oláez hacia nosotros no terminó cuando, hechos los arreglos entre la jerarquía y el gobierno, pudimos volver a la patria y establecer nuestro Seminario provisional en una casa que se había alquilado en la calle Belisario Domínguez. Cuando fue llamado por Dios, muchos lo sentimos grandemente, de manera especial quienes no habíamos dado cuenta de sus grandes virtudes, entre las que resplandecían su gran amor a Dios y a las almas, su rectitud y su espíritu de justicia.
P. Carlos Marquet 15 de marzo de 1978
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