Su padre Bertrán De Loyola y su madre Marina Sáenz, de familias muy distinguidas, tuvieron once hijos: ocho varones y tres mujeres. El más joven de todos fue Ignacio. El nombre que le pusieron en el bautismo fue Iñigo.
Siendo el menor de los varones de trece hermanos. Su destino estaba claro: ser hombre de armas o dedicarse a Dios. La relación con su padre era muy estrecha.
El año 1506 1507, coincidiendo con la muerte de su madre, el Contador Mayor de Castilla, Juan Velásquez de Cuéllar, pide al Señor de Loyola que le mande un hijo suyo para tenerlo como propio. Entre los hermanos se decide mandar al menor, a Iñigo, que va a Arévalo.
En este tiempo aprende lo que un gentilhombre debe saber, el dominio de las armas. La biblioteca del Arévalo era rica y abundante, lo que dio alas a su afición por la lectura y, en cuanto a la escritura, no dejó de pulir su buena letra.
Entró a la carrera militar, pero en 1521, a la edad de 30 años, siendo ya capitán, fue gravemente herido mientras defendía el Castillo de Pamplona. Al ser herido su jefe, la guarnición del castillo capituló ante el ejército francés.
Los vencedores lo enviaron a su Castillo de Loyola a que fuera tratado de su herida. Le hicieron tres operaciones en la rodilla, dolorosísimas, y sin anestesia; pero no permitió que lo atasen ni que nadie lo sostuviera.
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Durante las operaciones no prorrumpió ni una queja. Los médicos se admiraban. Para que la pierna operada no le quedara más corta le amarraron unas pesas al pie y así estuvo por semanas con el pie en alto, soportando semejante peso. Sin embargo quedó cojo para toda la vida.
Mientras estaba en convalecencia pidió que le llevaran novelas de caballería, llenas de narraciones inventadas e imaginarias. Pero su hermana le dijo que no tenía más libros que "La vida de Cristo" y el "Año Cristiano", o sea la historia del santo de cada día.
Y le sucedió un caso muy especial. Antes, mientras leía novelas y narraciones inventadas, en el momento sentía satisfacción pero después quedaba con un sentimiento horrible de tristeza y frustración. En cambio ahora al leer la vida de Cristo y las Vidas de los santos sentía una alegría inmensa que le duraba por días y días. Esto lo fue impresionando profundamente.
Y mientras leía las historias de los grandes santos pensaba: "¿Y por qué no tratar de imitarlos? Si ellos pudieron llegar a ese grado de espiritualidad, ¿por qué no lo voy a lograr yo? ¿Por qué no tratar de ser como San Francisco, Santo Domingo, etc.? Estos hombres estaban hechos del mismo barro que yo. ¿Por qué no esforzarme por llegar al grado que ellos alcanzaron.
Mientras se proponía seriamente convertirse, una noche se le apareció Nuestra Señora con su Hijo Santísimo. La visión lo consoló inmensamente. Desde entonces se propuso no dedicarse a servir a gobernantes de la tierra sino al Rey del cielo. Cambió sus lujosos vestidos por los de un pordiosero, se consagró a la Virgen Santísima e hizo confesión general de toda su vida.
Lo acusaron injustamente ante la autoridad religiosa y estuvo dos meses en la cárcel. Después lo declararon inocente, pero había gente que lo perseguía. El consideraba todos estos sufrimientos como un medio que Dios le proporcionaba para que fuera pagando sus pecados. Y exclamaba: "No hay en la ciudad tantas cárceles ni tantos tormentos como los que yo deseo sufrir por amor a Jesucristo".
Se fue a Paris a estudiar en su famosa Universidad de La Sorbona. Allá formó un grupo con seis compañeros que se han hecho famosos porque con ellos fundó la Compañía de Jesús. Ellos son: Pedro Fabro, Francisco Javier, Laínez, Salnerón, Simón Rodríguez y Nicolás Bobadilla. Recibieron doctorado en aquella universidad y daban muy buen ejemplo a todos.
Los siete hicieron votos o juramentos de ser puros, obedientes y pobres, el día 15 de Agosto de 1534, fiesta de la Asunción de María. Se comprometieron a estar siempre a las órdenes del Sumo Pontífice para que él los emplease en lo que mejor le pareciera para la gloria de Dios.
En Roma fundó una casa para mujeres arrepentidas; y se iba él mismo a las casas malas, peleaba con los rufianes y siendo ya General de la Compañía, consejero del Papa y conocido en todo el mundo, las acompañaba a pie por las estrechas y lodosas calles.
Su lema era: "Todo para mayor gloria de Dios". Y a ello dirigía todas sus acciones, palabras y pensamientos: A que Dios fuera más conocido, más amado y mejor obedecido.
En los 15 años que San Ignacio dirigió a la Compañía de Jesús, esta pasó de siete socios a más de mil. A todos y cada uno trataba de formarlos muy bien espiritualmente.
Como casi cada año se enfermaba y después volvía a obtener la curación, cuando le vino la última enfermedad nadie se imaginó que se iba a morir, y murió súbitamente el 31 de julio de 1556 a la edad de 65 años.
En 1622 el Papa lo declaró Santo.
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